El documental No Hay Otra Tierra ganó el Óscar al Mejor Documental Largo, en un momento que algunos consideraron una victoria para la causa palestina en la escena cinematográfica mundial. Sin embargo, al examinar los detalles de la película y su contexto, queda claro que este triunfo no fue tanto una victoria para la narrativa palestina como lo fue para la figura del director israelí Yuval Abraham, quien, gracias a su posición dentro del sistema occidental e israelí, otorgó al filme la legitimidad necesaria para llegar a la plataforma de los Óscar.
No se puede ignorar que Abraham, a pesar de ser un simpatizante de la causa palestina, sigue siendo parte del sistema colonial que generó la Nakba y lo que siguió: el desplazamiento, la ocupación y el asentamiento. Este director vive en tierras confiscadas, de las cuales sus habitantes palestinos fueron expulsados, y ahora cuenta su historia como si fuera un mediador neutral, brindando voz a su sufrimiento dentro de los límites permitidos por las instituciones culturales occidentales. Pero, ¿de qué narrativa hablamos? Es una historia que lleva su firma, no la de los propios palestinos. Aquí radica el problema central: el palestino no es quien narra su propio dolor, sino que es el israelí quien le otorga legitimidad dentro del espacio cinematográfico occidental. Esto refleja claramente cómo se trata la cuestión palestina desde una perspectiva colonial, incluso en el contexto de la solidaridad. El palestino siempre se retrata como una víctima que necesita a alguien que lo defina, que traduzca su sufrimiento a un lenguaje que Occidente entienda, y este lenguaje solo puede ser el del propio colonizador.
En su discurso al recibir el premio, Yuval Abraham habló con dureza sobre los acontecimientos del 7 de octubre, como si fueran el comienzo de la tragedia, ignorando que la catástrofe palestina se extiende por más de 75 años. No mencionó la Nakba, ni el colonialismo de asentamiento, ni los continuos desplazamientos, sino que pareció equiparar la ocupación con la resistencia a la ocupación, adoptando un discurso liberal ambiguo que rechaza la limpieza étnica pero no señala sus raíces. Este discurso complace a la institución occidental que adopta la narrativa de «ambas partes son culpables», pero no representa la verdadera historia palestina, sino que la distorsiona y la reproduce de una manera que no incomoda al sistema que otorgó el premio a la película.
Seamos sinceros: No Hay Otra Tierra ganó porque su director es un judío israelí, no porque represente la narrativa palestina. Si la película hubiera sido puramente palestina, difícilmente habría llegado a los Óscar con tanta facilidad. Esto no es una exageración, sino una realidad demostrable al comparar cómo la Academia trata las películas palestinas que no tienen una firma israelí. Decenas de documentales palestinos que han retratado masacres, demoliciones y desplazamientos no han recibido este reconocimiento, porque no utilizaron al «narrador adecuado», el que puede formular la tragedia palestina de una manera que no desafía al sistema occidental, sino que se alinea con él.
Más sorprendente que el propio premio es el discurso distorsionado que lo acompañó. Algunos palestinos y árabes celebraron la victoria como si fuera un logro para la causa, ignorando que la narrativa palestina no fue presentada aquí en sus propios términos, sino en los del narrador israelí. ¿Cómo se puede celebrar una película que no otorga a los palestinos el poder de contar su propia historia y que no parte de su contexto histórico y político real, sino de la visión del «israelí solidario» que decide qué se puede decir y qué no?
Aceptar este premio como una victoria para la causa palestina es aceptar la continua marginación de la voz palestina y la imposición de límites narrativos que sean aceptables para el colonizador. No Hay Otra Tierra no es un triunfo, sino una reproducción de la hegemonía, en la que el palestino sigue siendo el sujeto de la historia, pero nunca su autor.